Nos despertamos antes de que salga el sol, así que decidimos ir a la playa para ver el amanecer. Aunque en el país del sol naciente no todas las costas dan al Este… a pesar de ello, y de que empieza a llover, nos sentimos con fuerzas. Por delante nos espera una etapa de las largas, al final serán más de 85 km, pero la ruta 64 nos deja un buen sabor de boca.
Hoy sí hemos rodado por la costa, por unos paisajes que,
realmente, quitan el aliento. Estamos enamorados de este país, aunque sus
cuestas nos hacen sufrir bastante. Cuando el terreno es llano (hablando en
términos japoneses, por supuesto), las bicis cabalgan solas, y el aire refresca
nuestro cuerpo, totalmente cubierto de sudor. En cuanto bajamos de los 16 km/h,
el calor estival se burla de nosotros por hacer semejante locura en pleno
verano. El camino es precioso, la carretera muy estrecha (en cada curva hay un
espejo), serpentea entre unos bosques que ningún europeo ha visto jamás.
Por supuesto, empezamos a notar las incomodidas del viaje.
El sudor y el calor irritan la piel en todos (todos, todos) sus pliegues; por
mucho protector solar que usemos (factor +30), nunca es suficiente y empezamos
a despellejarnos; las rutas largas y la tensión de la carretera derivan en
calambres en las manos; Ainhoa es torpe y se cae todos los días, por suerte
siempre con la bici parada; la ropa no termina de secarse y empezamos a oler,
cuanto menos, un poco raro; los mosquitos se ceban con nosotros, no importa qué
cantidad de repelente usemos. Y después de todo esto… ¿nos compensa? Por
supuesto. Japón es tan bello como su gente, la comida es excelente, la sensación
de libertad cuando pedaleamos es inigualable. No dependemos de autobuses, no
necesitamos más combustible que el que nosotros mismos consumimos, no
contaminamos. Nos sentimos vivos, y cualquier inconveniente que se cruce en el
camino no puede anular ese sentimiento.
Y con una sonrisa en la cara, continuamos pedaleando.
Llegamos a Amakusa, donde otrora hubo un seminario, una iglesa y un colegio
jesuitas, donde eran formados en letras latinas los hijos de las principales
familias samuráis. Muchas veces nos preguntamos de dónde sacaban las ganas los
misioneros para atravesar medio planeta sólo para predicar el evangelio. A
decir verdad, nos lo preguntábamos antes de conocer esto.
Tomamos un ferry en dirección a la península de Shimabara. A
lo lejos, envuelto en la bruma, nos espera el monte Unzen, en cuyas calderas
fueron abrasados vivos cientos de cristianos. Hace cuatrocientos años,
pronunciar el nombre de este monte en Europa provocaba pavor, era sinónimo del
martirio más horrible. Ahora, viendo su imponente silueta recortada contra el
cielo, no creemos que tengamos los cuerpos preparados para ascender por encima
de los 1.000 metros de este gigante verde.
El ferry llega a la península, aún quedan 15 km más hasta
nuestro destino. Nuestra anfitriona será Kozue, que nos tiene preparada una
cena con unos amigos en su preciosa antigua casa de estilo japonés.
seguro que volveis renovados personalmente.merche
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