martes, 14 de agosto de 2012

Día 7: Camping de Izumi - Minamishimabara



Nos despertamos antes de que salga el sol, así que decidimos ir a la playa para ver el amanecer. Aunque en el país del sol naciente no todas las costas dan al Este… a pesar de ello, y de que empieza a llover, nos sentimos con fuerzas. Por delante nos espera una etapa de las largas, al final serán más de 85 km, pero la ruta 64 nos deja un buen sabor de boca.
Hoy sí hemos rodado por la costa, por unos paisajes que, realmente, quitan el aliento. Estamos enamorados de este país, aunque sus cuestas nos hacen sufrir bastante. Cuando el terreno es llano (hablando en términos japoneses, por supuesto), las bicis cabalgan solas, y el aire refresca nuestro cuerpo, totalmente cubierto de sudor. En cuanto bajamos de los 16 km/h, el calor estival se burla de nosotros por hacer semejante locura en pleno verano. El camino es precioso, la carretera muy estrecha (en cada curva hay un espejo), serpentea entre unos bosques que ningún europeo ha visto jamás.
Por supuesto, empezamos a notar las incomodidas del viaje. El sudor y el calor irritan la piel en todos (todos, todos) sus pliegues; por mucho protector solar que usemos (factor +30), nunca es suficiente y empezamos a despellejarnos; las rutas largas y la tensión de la carretera derivan en calambres en las manos; Ainhoa es torpe y se cae todos los días, por suerte siempre con la bici parada; la ropa no termina de secarse y empezamos a oler, cuanto menos, un poco raro; los mosquitos se ceban con nosotros, no importa qué cantidad de repelente usemos. Y después de todo esto… ¿nos compensa? Por supuesto. Japón es tan bello como su gente, la comida es excelente, la sensación de libertad cuando pedaleamos es inigualable. No dependemos de autobuses, no necesitamos más combustible que el que nosotros mismos consumimos, no contaminamos. Nos sentimos vivos, y cualquier inconveniente que se cruce en el camino no puede anular ese sentimiento.
Y con una sonrisa en la cara, continuamos pedaleando. Llegamos a Amakusa, donde otrora hubo un seminario, una iglesa y un colegio jesuitas, donde eran formados en letras latinas los hijos de las principales familias samuráis. Muchas veces nos preguntamos de dónde sacaban las ganas los misioneros para atravesar medio planeta sólo para predicar el evangelio. A decir verdad, nos lo preguntábamos antes de conocer esto.
Tomamos un ferry en dirección a la península de Shimabara. A lo lejos, envuelto en la bruma, nos espera el monte Unzen, en cuyas calderas fueron abrasados vivos cientos de cristianos. Hace cuatrocientos años, pronunciar el nombre de este monte en Europa provocaba pavor, era sinónimo del martirio más horrible. Ahora, viendo su imponente silueta recortada contra el cielo, no creemos que tengamos los cuerpos preparados para ascender por encima de los 1.000 metros de este gigante verde.
El ferry llega a la península, aún quedan 15 km más hasta nuestro destino. Nuestra anfitriona será Kozue, que nos tiene preparada una cena con unos amigos en su preciosa antigua casa de estilo japonés.

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