Cuando bajamos a desayunar, las hermanas nos tienen
preparado no sólo el típico desayuno japonés sino que, además, preocupadas por
nuestro modo de transporte, nos rellenan los bidones con bebidas isotónicas,
nos dan un par de botellas con aquarius congelado para el camino y una bolsa
con galletas y geles de frutas.
Después de una dura ascensión de unos 200 metros de desnivel
nos dejamos caer de nuevo por las laderas japonesas, siguiendo un río que
serpentea hasta el mismo centro de Nagasaki. Nos perdemos un poco, pero no nos
cuesta demasiado encontrar el albergue, donde soltamos nuestros bultos y
nuestras queridas borricas, nos vestimos “de paisano” y nos vamos a descubrir
Nagasaki a pie.
Primera parada: isla de Dejima. Cuando a mediados del siglo
XVII Japón se cerró al mundo, dejó una pequeña ventana abierta. Se construyó la
isla artificial de Dejima donde, cada año, llegaban las naves de los holandeses
con mercancías y novedades (artísticas, médicas, científicas). Y así se mantuvo
hasta que Japón se abrió de nuevo al mundo durante la Era Meiji.
Segunda estación: los puentes de Nagasaki. El río que cruza
la ciudad de norte a sur está jalonado por innumerables puentes, el más antiguo
de ellos data del año 1620. Los recorremos, los cruzamos, vemos desde ellos las
carpas, grandes como tiburones.
Tercera atracción: la calle de los templos. En silencio, con
la cabeza agachada (más que nada por los cientos de escalones que hay que
subir) vamos ascendiendo a los diversos templos que se edificaron en paralelo
junto al río principal.
Final de trayecto: museo de los 26 mártires. Aquí es donde
quería Ainhoa llegar. Se trata de un museo dedicado a los cristianos que
murieron martirizados por la fe. Los primeros de ellos fueron seis franciscanos
(un mexicano y cinco españoles) y 20 japoneses, algunos de ellos jesuitas, otros
simples ayudantes. Las paredes del museo cobijan objetos y documentos
importantes para la tesis doctoral de Ainhoa, pero no dejan hacer fotografías.
Un poco desesperada, intenta explicar su situación a la taquillera. Le pregunta
si habla inglés, pero recibe una negativa. ¿Cómo decirle lo importante que es
para ella conseguir reproducciones? Se le ocurre probar y preguntar si habla
español… entonces reacciona, suelta un chotto
matte (espere un momento) y hace una llamada telefónica. Al otro lado
alguien contesta en perfecto castellano, casi sin presentarse “¡Riojana! ¿Por
qué no me has traído un buen vino?”.
Es el padre Aguilar, mexicano, que está en Nagasaki al cargo
de la iglesia de los mártires más de medio siglo. Le contamos nuestro viaje y
al instante se preocupa por nosotros, de inmediato nos trae unos zumitos de
naranja, un par de tarrinas de helado y unas galletas de chocolate que, por
supuesto, no podemos rechazar. Mientras merendamos, el padre no para de hablar:
sobre los tópicos de los japoneses, sobre la familia y el amor, sobre la
maldita guerra y la bomba que jamás debió caer. Pasamos media tarde escuchando
historias increíbles sobre la Segunda Guerra Mundial, que los mismos
protagonistas habían contado al padre unos cuantos años atrás. Nos impresiona
saber que uno de sus compañeros, antes de jesuita, fue kamikaze. Tanto nos
dejamos llevar por la plática que el museo de los mártires hace ya una hora que
está cerrado, así que llama al padre Renzo para que nos lo abra y nos guíe a
través de sus tesoros en exclusiva para nosotros. Ésta es la buena estrella que
nos suele acompañar en la vida, aunque suele pedir algo a cambio. Ainhoa perdió
un guante de la bici durante la visita
al museo… pero al día siguiente encontrará tirado en la carretera otro de su
misma talla.
Damos un breve paseo por la ciudad, ya iluminada por los
neones modernos y las tradicionales linternas, y llegamos al hostal juvenil
Ebisu, del que nos parece excesivo el precio que tenemos que pagar por el
servicio ofrecido. Además, la mujer que lo regenta no tiene demasiado bien
amueblado el piso de arriba (nótese que no hablamos de arquitectura y
decoración), y se le ocurre la brillante idea de dar un vaso de sake a todos
los que allí nos alojamos, incluidos unos niños coreanos. Uno de ellos se bebe
el vaso de un trago, empieza a toser, y tiene que ir corriendo al baño… en fin.
Lo peor de todo es que habíamos decidido quedarnos allí para aprovechar el
wi-fi, actualizar el blog, mandar mensajes de consuelo a la familia y seguir
planeando el viaje, pero la conexión a internet da solo para escribir una breve
fe de vida antes de dejar de funcionar. Así que a dormir, que mañana seguiremos
rodando.
qué bonito e interesante a la vez,Sabias tú ya todas esas cosas?.Jolín Gabi vaya comilona.Merche
ResponderEliminarAinhoa, que bien escribes, es como si estuviera yo allí! besos, Kathy
ResponderEliminarDe nuevo, de acuerdo con Kathy. Es un encanto leer todo esto. Es un sueno realizado--pero con MUCHO trabajo, eso si. Ellen y familia
ResponderEliminarqué razón tienen,da gusto leer,no dejas detalle,y es verdad es como si estuviese contigo.Recuerdos y bsss de Manuel.jjeje cuando le veo.Merche
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