viernes, 17 de agosto de 2012

Día 10: Minaminagasaki - Nagasaki




Unos pocos kilómetros nos separan de la legendaria ciudad de Nagasaki.
Cuando bajamos a desayunar, las hermanas nos tienen preparado no sólo el típico desayuno japonés sino que, además, preocupadas por nuestro modo de transporte, nos rellenan los bidones con bebidas isotónicas, nos dan un par de botellas con aquarius congelado para el camino y una bolsa con galletas y geles  de frutas.
Después de una dura ascensión de unos 200 metros de desnivel nos dejamos caer de nuevo por las laderas japonesas, siguiendo un río que serpentea hasta el mismo centro de Nagasaki. Nos perdemos un poco, pero no nos cuesta demasiado encontrar el albergue, donde soltamos nuestros bultos y nuestras queridas borricas, nos vestimos “de paisano” y nos vamos a descubrir Nagasaki a pie.
Primera parada: isla de Dejima. Cuando a mediados del siglo XVII Japón se cerró al mundo, dejó una pequeña ventana abierta. Se construyó la isla artificial de Dejima donde, cada año, llegaban las naves de los holandeses con mercancías y novedades (artísticas, médicas, científicas). Y así se mantuvo hasta que Japón se abrió de nuevo al mundo durante la Era Meiji.
Segunda estación: los puentes de Nagasaki. El río que cruza la ciudad de norte a sur está jalonado por innumerables puentes, el más antiguo de ellos data del año 1620. Los recorremos, los cruzamos, vemos desde ellos las carpas, grandes como tiburones.
Tercera atracción: la calle de los templos. En silencio, con la cabeza agachada (más que nada por los cientos de escalones que hay que subir) vamos ascendiendo a los diversos templos que se edificaron en paralelo junto al río principal.
Final de trayecto: museo de los 26 mártires. Aquí es donde quería Ainhoa llegar. Se trata de un museo dedicado a los cristianos que murieron martirizados por la fe. Los primeros de ellos fueron seis franciscanos (un mexicano y cinco españoles) y 20 japoneses, algunos de ellos jesuitas, otros simples ayudantes. Las paredes del museo cobijan objetos y documentos importantes para la tesis doctoral de Ainhoa, pero no dejan hacer fotografías. Un poco desesperada, intenta explicar su situación a la taquillera. Le pregunta si habla inglés, pero recibe una negativa. ¿Cómo decirle lo importante que es para ella conseguir reproducciones? Se le ocurre probar y preguntar si habla español… entonces reacciona, suelta un chotto matte (espere un momento) y hace una llamada telefónica. Al otro lado alguien contesta en perfecto castellano, casi sin presentarse “¡Riojana! ¿Por qué no me has traído un buen vino?”.
Es el padre Aguilar, mexicano, que está en Nagasaki al cargo de la iglesia de los mártires más de medio siglo. Le contamos nuestro viaje y al instante se preocupa por nosotros, de inmediato nos trae unos zumitos de naranja, un par de tarrinas de helado y unas galletas de chocolate que, por supuesto, no podemos rechazar. Mientras merendamos, el padre no para de hablar: sobre los tópicos de los japoneses, sobre la familia y el amor, sobre la maldita guerra y la bomba que jamás debió caer. Pasamos media tarde escuchando historias increíbles sobre la Segunda Guerra Mundial, que los mismos protagonistas habían contado al padre unos cuantos años atrás. Nos impresiona saber que uno de sus compañeros, antes de jesuita, fue kamikaze. Tanto nos dejamos llevar por la plática que el museo de los mártires hace ya una hora que está cerrado, así que llama al padre Renzo para que nos lo abra y nos guíe a través de sus tesoros en exclusiva para nosotros. Ésta es la buena estrella que nos suele acompañar en la vida, aunque suele pedir algo a cambio. Ainhoa perdió un guante  de la bici durante la visita al museo… pero al día siguiente encontrará tirado en la carretera otro de su misma talla.
Damos un breve paseo por la ciudad, ya iluminada por los neones modernos y las tradicionales linternas, y llegamos al hostal juvenil Ebisu, del que nos parece excesivo el precio que tenemos que pagar por el servicio ofrecido. Además, la mujer que lo regenta no tiene demasiado bien amueblado el piso de arriba (nótese que no hablamos de arquitectura y decoración), y se le ocurre la brillante idea de dar un vaso de sake a todos los que allí nos alojamos, incluidos unos niños coreanos. Uno de ellos se bebe el vaso de un trago, empieza a toser, y tiene que ir corriendo al baño… en fin. Lo peor de todo es que habíamos decidido quedarnos allí para aprovechar el wi-fi, actualizar el blog, mandar mensajes de consuelo a la familia y seguir planeando el viaje, pero la conexión a internet da solo para escribir una breve fe de vida antes de dejar de funcionar. Así que a dormir, que mañana seguiremos rodando.












4 comentarios:

  1. qué bonito e interesante a la vez,Sabias tú ya todas esas cosas?.Jolín Gabi vaya comilona.Merche

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  2. Ainhoa, que bien escribes, es como si estuviera yo allí! besos, Kathy

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  3. De nuevo, de acuerdo con Kathy. Es un encanto leer todo esto. Es un sueno realizado--pero con MUCHO trabajo, eso si. Ellen y familia

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  4. qué razón tienen,da gusto leer,no dejas detalle,y es verdad es como si estuviese contigo.Recuerdos y bsss de Manuel.jjeje cuando le veo.Merche

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